El cielo se tiñó de sangre cuando se escuchó el último de los suspiros en el mundo. No venía de una boca con aire en los pulmones, sino de la expiración de un alma ya caduca atrapada en un cementerio de cosas que fueron y que ya no son. Mi alma que, como los charcos de lluvia en un día soleado, se evaporaba, pues ya no había más motivo para mi existencia.
—Mi final se acerca, Tesla, lo sé. —Tesla, que era una carcasa casi vacía de un coche moderno, se estremeció creando una nube de polvo y ceniza—. En los últimos instantes de mi vida se ha apoderado de mi la melancolía. No puedo dejar de pensar en ella, en la Chica Risueña.
Tesla, que se había quedado mudo hacía tiempo, no contestó. No me hacía falta. No había nadie más allí que nosotros dos, el resto eran cadáveres inertes, escombros, desechos, y pronto nosotros lo seríamos también. Pronto me quedaría vacío.
—Así que déjame que te cuente mi historia, la que guardo en la memoria de la tela y el acolchado. Quiero que alguien la escuche antes de que me vaya para siempre. —Tesla no contestó, el viento dibujó siluetas bailarinas en la arena gris, recuerdos. —La primera vez que abrí los ojos me encontré de frente con la Chica Risueña, ella me montó, igual que al resto de muebles de su pequeño apartamento. Veníamos todos del mismo útero, un lugar llamado Ikea, no sé si te suena, Tesla, ya da igual. La Chica Risueña era nueva en su trabajo y en la ciudad, y nosotros éramos sus nuevos muebles. Ella fue quien nos dio vida y alma. Poco tiempo después trajo consigo un felino tan negro como mi antiguo tapizado, una hembra simpática que gustaba de dormitar encima mío, aunque me llenaba de pelos los asientos… claro, quizás no sabes lo que es un gato.
»Un día apareció un muchacho alto y desgarbado, la Chica Risueña y él se sentaron juntos y hablaron toda la tarde, y después el mueble de la entrada nos contó que se habían despedido con un beso en la puerta. Pronto los muebles del dormitorio nos contarían más historias. El chico terminó por venir a vivir con nosotros y el apartamento se llenó de sonrisas. Cuando se mudaron a una casa más grande y luminosa, me llevaron con ellos, los vi enamorarse y acunar a su primer hijo, pero con el segundo en camino decidieron que necesitaban a alguien más grande que yo, y me vendieron. «Es una lástima —dijo la Chica Risueña — Lleva conmigo tanto tiempo», yo la eché largamente de menos durante los siguientes meses.
El faro que le quedaba intacto a Tesla destelló bajo el sol febril del atardecer.
—Pasé a vivir junto a dos chicas y me llevaron a una casa que olía a mar y a oleos. La Abogada era estricta y metódica, mientras que la Pintora, siempre pizpireta, llenó la casa con todos los colores del arcoíris. Tuvieron un perro que me hizo el que sería el primero de mis agujeros. Me cosieron y me tapizaron, y me vistieron con una tela elaborada por la Pintora. Por las noches, se acurrucaban encima de mi frente al televisor, y la Abogada, que era la única que se mantenía despierta viendo las películas, despertaba a su pareja con un beso y una sonrisa antes de llevarla a la cama. Fueron años felices, las vi cambiar, vi sus cabellos tornarse blancos y sus rostros llenarse de arrugas, hasta que un día la Pintora desapareció, y aunque la casa tenía todos los colores del mundo, nuestra existencia se volvió gris. La Abogada desapareció poco después y un Hombre Solitario llegó junto a un robot, esos quizás te suenen más, ¿no?
El vertedero se llenó de llamaradas parpadeantes por los trozos de metal que refractaban la luz mortecina del día, y el polvo que empañaba los cristales de Tesla se volvió naranja. Me pregunté si aquellas otras piezas metálicas habrían sido de robots.
—Lo cierto es que el Chico Solitario no duró demasiado. Se pasaba el día encerrado en casa con sus ordenadores, quitó todas las decoraciones, todos los colores, dormía de día y vivía de noche, y el Robot le cocinaba, le limpiaba, le cuidaba. Pero hubo un cortocircuito, el robot lo mató, justo delante de mí. No se ve, pero en una de mis patas aún conservo la mancha de su sangre. El cuerpo se quedó varios días ahí tirado, y nosotros no sabíamos qué hacer. Luego llegaron otros, hombres con uniformes, se llevaron el cuerpo y más tarde a nosotros, y nos encerraron en un almacén oscuro y que hedía a moho. No sé cuánto tiempo pasé allí, asfixiado junto a los demás. Algunos de mis compañeros expiraron en aquel almacén, yo creí que también lo haría, pero entonces alguien abrió la puerta y nos sacó, y a mí me llevaron a una tienda de antigüedades, a mí, que había sido el modelo Friheten más cotizado, ¿te lo puedes creer?
En el cielo había otro destello metálico, un triángulo que orbitaba a lo lejos cargando las esperanzas de un mundo que ya no existía. Recordaba haber escuchado rumores sobre los cohetes lanzados al espacio de voces que hacía ya tiempo que habían muerto en el vertedero.
—Desperté en tu mundo, Tesla, los edificios eran tan altos que rozaban las nubes, y había muchos como tú, coches flotantes. Era una visión abrumadora. Como era de esperar, pocos entraban a la tienda, y nadie se fijó en mí. Al dueño lo sustituyó su hijo y poco después unos haces de luz surcaron el cielo y la tierra comenzó a temblar. Cuando el polvo y la calma se asentaron, ya no había ciudad, eso lo recordarás. Después vinieron esas máquinas gigantescas y nos arrastraron hasta aquí, hicieron montañas de escombros, de desechos y desperdicios, de objetos inventados por los humanos, pero sin humanos nosotros nos morimos, Tesla.
Tesla no contestó. Comprendí entonces que él ya se había ido, que no era más que un montón de chatarra, quizás siempre lo había sido. Volví a recordar a la Chica Risueña, las tardes que se sentaba sobre mí con un libro en la mano mientras con la otra repiqueteaba sus dedos sobre el reposabrazos. «Me encanta mi nuevo sofá» dijo, y se esfumó.
(Este relato pertenece a Andrea Angla, podéis encontrarla en twitter aqui @AndreaAN_94)
Comments