Era mediodía y un sol de justicia castigaba con fuerza a cualquiera que osara estar a la intemperie. Fahrid caminaba lo más rápido que podía entre las calles llenas de arena, el salado sudor le corría por la cara y le escocía los ojos. «Me estoy volviendo loco» pensó, la bilis le asomaba por la garganta dejando un amargo sabor en la boca. Paró al cruzar una esquina recuperando un poco el aire y miró disimuladamente la vía que acababa de dejar. No había nadie allí. Aun así, el hombre sabía que le seguían, era una sensación extraña, un sudor frío en la nuca y un terrible ardor en el pecho, que le subía hasta los dientes.
¿A quién podía acudir? Nadie le creería sin pruebas. Aquel hombre, que sólo conseguía ver por el rabillo del ojo, no paraba de aparecerse cada vez con más frecuencia.
Su sentido común le decía que debía protegerse entre la multitud, así que se encaminó a un conocido bar de toque antiguo donde el hachís y el té corrían a mares. Al final de un breve camino entre los pequeños puestos del mercado, donde sus dueños se escondían del calor abrasante y la falta de negocio, llegó al lugar. La puerta estaba adornada con intrincados grabados ya desgastados por el tiempo, una vez dentro el lugar en penumbras albergaba una multitud de personas en cojines tomando el té en una sala bastante espaciosa.
Fahrid se acercó a la barra y pidió un vaso de té, necesitaba calmarse, los dedos le temblaban de la tensión. Supo al instante que el líquido había sido una mala decisión, la acidez empeoró por segundos, el estómago era pura bilis. Mientras se esforzaba a beber el té, alguien se aventuró en el local y el sol iluminó el umbral de la puerta. En el umbral se encontraba un hombre alto, corpulento, de tez oscura y los ojos negros brillantes. El recién llegado llevaba un traje italiano negro impoluto.
Fahrid por fin pudo ver con claridad a su perseguidor, por suerte el local estaba lleno de gente. Con el corazón en la boca consiguió zafarse por uno de los pasillos que llevaban a las salas privadas. Allí se escuchaban animadas fiestas y el olor dulzón a hachís inundaba todo, al final del pasillo encontró una estancia vacía. Se encerró dentro, cerró los ojos con fuerza, apoyó la cabeza contra la puerta y rezó a todos los dioses que conocía para que aquello terminara.
—Fahrid. Por favor, siéntate —dijo el hombre trajeado detrás de él.
«Pero… ¿Cómo?» quiso decir el hombre, pero las palabras se negaron a pronunciarse, se sentó tal como le habían pedido, su cuerpo no parecía querer obedecer su voluntad.
—Bien, ¿Por dónde empezamos?, una infancia acibarada, si, algún que otro toque de bondad, una adolescencia mucho peor, casi te arrastraron a tener la amarga vida que tienes, ¿eh? —dijo el trajeado, y con un florido movimiento de manos, una botella de vino apareció del aire—. Oh sí, está servirá, buena añada, no es un vino muy especial, pero tampoco la ocasión. ¿Verdad?
—¿Quién eres? —logró pronunciar Fahrid con todo su esfuerzo.
—¿Acaso importa? A ti ya no, claro está. ¿Sabes?, desde que encaminaste tu amarga vida al dulce lucrativo saqueo de templos, era cuestión de tiempo que te tropezaras conmigo —dijo hundiendo sus oscuros ojos en Fahrid, mientras removía una copa con vino—. Tarde o temprano te encontrarías con un objeto que te maldeciría. No me mires así. Las amenazas estaban escritas por las paredes y las ignoraste. Bueno ya basta de esta insulsa conversación.
El hombre del traje alargó la mano hasta tocar el pecho de Fahrid, que se encontraba aún paralizado por el momento. Los dedos atravesaron la blanca camisa de lino sin esfuerzo y siguieron adentrándose hacia el interior. Fahrid no notaba dolor, pero estaba demasiado impresionado con la mano en su interior para fijarse en que su acompañante se empezaba a descolocar la mandíbula asomando filas de dientes por toda su garganta. Con la misma facilidad con la que entró, la mano salió, pero esta vez tenía agarrado un corazón palpitante. Fahrid observó la escena incapaz de reaccionar, «Esto no puede estar pasando» era lo que se repetía una y otra vez. El hombre con el corazón en la mano engulló el órgano a través de la imposible boca, al terminar al instante el ser volvió a tener facciones normales. Mientras se relamía, de la nada apareció un pañuelo blanco con el que se limpió la casi inexistente sangre que tenía en la comisura de los labios. El hombre terminó la escena con un largo sorbo a la copa.
—Fantástico, he elegido un gran vino. Acentúa perfectamente una vida de sabores, el divorcio sabor tabaco, la afrutada vida de excesos, la acre muerte de un ser querido y si, deja al final un regusto de dulce arrepentimiento … —dijo Anubis mientras su compañero de mesa se desplomaba. (Este relato pertenece a Elisa De Gregorio a la que podéis encontrar en twitter aqui @ElisaDGM).
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