Mario siempre fue un hombre muy infantil según todos sus allegados. Él lo entendía, al fin y al cabo siempre le encantó ir con los niños a jugar, el día anterior mismo le había robado el cucharón de la sopa a su mujer cuando se disponía a servir.
—Mario, ¿dónde está? —preguntó ella.
—¿Y por qué he tenido que ser yo?
—Porque eres el único niño aquí.
Sus hijos de tres, cinco y seis años se rieron.
«Sí, seré infantil, pero a ver quién gana pasta para este viaje. Sólo a mi mujer se le ocurre irnos en temporada alta a un pueblo italiano a tomar viento de la civilización» pensó para sí mientras veía unas fotografías.
Las guardó en un sobre y a la vez éste en una caja fuerte. No podía arriesgarse a que las viesen los niños. El trabajo de forense era ya duro para cualquiera, no se quería imaginar a Lara, por muy adulta que fuese, viendo fotos de un muerto abierto en Y.
Salió por la puerta, se dirigió hasta el hall y gritó:
—Todos en marcha.
Toda su familia se presentó con sus cosas de la playa, se colgó la mochila del hombro y dijo:
—Viento en popa para las vacaciones.
Después de un viaje con tres niños en coche, avión, escalas, otra vez avión y otra vez coche, Lara estaba hecha polvo.
Aún con todo, nada más llegar a Metaponto sus males desaparecieron, la ilusión se encargó de ello.
Era un pueblecito encantador de unos mil habitantes situado en el mar Ionio. Construido sobre un monte; las casas, hechas de un ladrillo de arcilla blanca se dejaban caer por sus laderas dejando unas vistas preciosas a los montes de su alrededor con solo mirar por sus ventanas. Además, estaba situado cerca una playa preciosa resguardada del viento por unos acantilados y unos monumentos sencillos, lo justo para que los niños los entendiesen. «Cuánto te iba a gustar este sitio, papá» pensaba mientras lo contemplaba.
Sabía que ella nunca conseguiría ser el alma de la fiesta en esa familia. «Al fin y al cabo con uno en el matrimonio que ejerciese el papel de niño era más que suficiente, y hace falta una adulta» solía decirse. De todas formas contaba con ganar algunos puntos gracias a ese viaje. «Puedo regalarles una semana que no olvidarán en su vida, incluso con lo pequeños que son. Aquí hay de todo: casas preciosas, playa, monumentos… ¡Me toca!»
Nada más instalarse en la casita que habían alquilado por Airbnb salieron a cenar a un restaurante.
Todo transcurría como siempre, ningún niño se comportaba:
—Pues a mí me llamaron para el campus el primer año y tú ya llevas dos y nada—decía Lucas, el mediano de los tres y pequeños de los varones, intentando pinchar a su hermano mayor.
—Porque tienes suerte —gritaba Pedro—. Siempre con suerte, fue ir una vez y...
Llevaban peleando desde hacía una semana por un campus de fútbol que le había tocado al pequeño en un sorteo. El mayor ya había participado el año anterior y como era lo normal, no le había tocado nada. La pequeña Ana no paraba de intentar averiguar cómo su padre le sacaba monedas de la oreja, de momento aún no tenía edad de comportarse mal, pero ya tenía mejor pinta que sus hermanos mayores a los tres años.
«Este es mi viaje» pensaba para sí misma. Se irguió, juntó las palmas de sus manos y habló en voz alta:
—Niños, prestadme atención un momento.
No hubo ninguna reacción.
«Ya están, son incapaces de hacerme caso, no sé cómo lo hago»
—Niños, haced el favor de escucharme un momento —dijo.
—¡Silencio! que la jefa va a hablar. —dijo su marido.
Se hizo el silencio.
Con un ligero contraste en su cabeza entre alegría porque le hiciesen caso y decepción por no haberlo conseguido ella misma sin que la llamasen “la jefa” tomó la palabra.
—Gracias, Mario. A ver, ¿alguien sabe dónde estamos? —preguntó a la mesa.
—Lejos de casa —dijo Pedro.
—En un pueblo lejos de casa —le corrigió su hermano Lucas.
—Ya lo sé, me refería a que el pueblo está lejos, pero ya sabía que era un pueblo… ¡Ay!
A los dos hermanos les habían dado con una bolita de pan en la cabeza. Buscaron al responsable y se encontraron a su padre con mirada seria.
—Un buen caballero escucha a una dama cuando tiene algo importante que decir, jovencitos. Escuchad a vuestra madre y luego nos divertiremos todos —dijo Mario con tono serio.
«Luego se divierten...» repitió ella en su mente.
Agradecía que su marido le echase una mano, pero le daba rabia que pudiese apaciguar a los niños con un chasquido de dedos y ella tuviera que ponerse hecha una furia.
—Estamos en un pueblo —dijeron los dos mayores a la vez arrastrando las palabras.
—Sí, pero no en un pueblo cualquiera. ¿Sabéis quién lo construyó?
Silencio.
—¿Os acordáis de “La Guerra de Troya”?
—Sí —le respondieron los niños al unísono.
—Pues hubo un rey griego en esa guerra que se llamaba Néstor. Cuando volvió a casa se acercó hasta aquí y en honor a su victoria fundó esta ciudad, lo hizo para agradecerle a los dioses su victoria y crear comercio. Aquí donde las veis, este lugar fue un gran centro cultural, comercial y…
—¿Pero no estábamos en Italia? —le preguntó uno de los dos.
—Buena pregunta, de aquel entonces esto se consideraba parte de Grecia y...
—No entiendo cómo vino un rey de Grecia de camino a casa, eso está muy lejos, nos lo contaste —dijo Pedro.
—Por eso no vas al campus —se burló su hermano.
—Cállate. ¡Papá…
«Nadie me hace ni caso.» Se lamentaba. Su vista se deslizó por la mesa hasta dar con la carita de sueño de su hija. «Por lo menos Ana se ha quedado dormida. Se ve que mi narrativa no amansa a las fieras, pero duerme a los ángeles.»
Al final de la velada se retiraron a la casa. Su marido con la pequeña en brazos, los niños con unos capones en la cabeza y ella con un enfado enorme encima. En esos momentos a Lara solo le apetecía dormir e ir al día siguiente a la playa para desconectar todo lo posible.
Mario y Lara estaban tumbados en sus toallas tomando el sol, los niños jugaban al fútbol y la niña los miraba mientras hacía montones de arena con las manos.
—Reconozco que el pueblo es precioso —dijo Mario mientras disfrutaba del aroma de un aire limpio, lejos de la contaminación. —Muy mediterráneo y alegre, no está mal.
—¿A que sí? —siguió ella mientras se echaba crema. Ponía especial cuidado en un tatuaje en forma de águila que llevaba en su cadera. —Playas de arena blanca, agua cristalina, poca gente y encima zonas culturales para visitar, al final me vas a estar agradecido por haberte traído.
«Al menos me das la razón con algo» pensó ella con un poco de alegría germinando en su corazón.
—He dicho que el pueblo es precioso, no que me guste tu elección —la corrigió Mario a sabiendas de lo que esa conversación acarrearía.
Su mujer se quedó paralizada.
—¿Qué quieres decir?
—La, sabes que yo aquí contigo vengo encantado, pero no es un viaje para hacer con tres niños pequeños. —No le gustaba ponerse autoritario, y menos con algo que era consciente de que debía que haberle explicado a su mujer mucho antes. —Puede que dentro de tres o cuatro años, pero ya los has escuchado en la cena. No tienen edad para más que ir a la playa a jugar al fútbol, eso podemos hacerlo en Canarias.
—¿Y eso es lo que les quieres enseñar, a jugar, solo a jugar? ¡No te das cuenta de que tienen que aprender más cosas! Es tan fácil dedicarse a esconder cucharas...
—¡Es fácil empatizar dices! —la cortó él.
La conversación se interrumpió durante un instante.
Mario estaba enfadado, mucho. Las insinuaciones de que hacía lo fácil se iban amontonando en su interior poco a poco, había tratado de razonarlas para tranquilizarse, ordenando su mente para que no le ocupasen más sitio del imprescindible y hacer hueco a buenos pensamientos, pero en esa ocasión notaba que no podía más.
—Comprendo que haya cosas que te jodan, te entiendo más de lo que crees, pero tenemos tres niños y no pueden tener todo el rato normas de hierro. —A medida que decía esto notaba como su cuerpo se tensaba en espera de una respuesta.
—No me levantes la voz. —No es que le hubiese hablado mal en ningún momento, pero tras quince años de relación sabía que debajo del caramelo del alma de su marido, muy escondidos en el fondo, había una precisión y un mal carácter que podían con todo.
—No te la estoy levantando. Solo te digo que o te relajas o explotas, el mundo no va a ir siempre recto como esas columnas que tanto admiras, creí que te lo había enseñado.
—Va a hablar el maestro. ¿Cuándo te esforzaste tú en ser recto por última vez? Porque al final soy siempre yo la ordenada, la que hace todo el trabajo desagradable, si no fuera por…
—¿Alguna vez has tenido que pesar órganos de cadáveres?
—¿A qué viene eso ahora?
Se quedaron mirándose el uno al otro con dureza, desafiantes.
—Papá, ¿puedes curar a este cangrejo?
Como resortes los dos adultos posaron la mirada en sus hijos. La niña traía un cangrejo partido por la mitad y Lucas lloraba mientras su hermano intentaba consolarlo.
—Lo maté yo, maté a un cangrejo —Lucas no dejaba de gritar mientras lloraba a mares. Se había llevado las manos a la cara. Una imagen que les partió el corazón a sus padres.
—Tú no podías verlo, estaba detrás de ti y tú mirabas al balón, como nos enseñaron en el cole. —Intentaba consolarlo su hermano—. Ya verás como papá lo arregla que es médico.
—Pero es médico de muertos —seguía el pequeño.
Laura miró a su marido y éste la miró a ella. «Si tú no sacas esta situación adelante nadie lo hará» pensó ella desesperada. Si algo la desarmaba era el dolor en sus hijos.
«¿Cuándo dejaste de ser feliz?» se preguntó él mientras la miraba.
Mario la recordó cuando se conocieron. El cariño con el que hablaba de las tardes que pasaba con su padre de pequeña aprendiendo cultura clásica, de cuando le explicaba cosas que damos por hecho y nunca nos preguntamos, como por qué la Tierra gira alrededor del sol, o por qué la gravedad existe. «Eras más brillante que un diamante, ¿y quién no se enamora de un diamante?» se decía a sí mismo. A veces se sentía como el único que veía sus pasiones, unas pasiones diferentes a las de cualquier otra, unas que la hacían única. Ver la naturaleza de la mujer que amaba era como leer un libro en el que había que identificar términos tan extraños como mismidad o polisemia. «Puede que nos toque a toda la familia sacarle brillo.»
Cogió aire, miró a los niños y empezó.
—Lo siento, pero Lucas tiene razón, yo no puedo curarlo —dijo con un tono de disculpa en la voz—. Ni un médico de vivos podría hacer algo, solo nos queda alegrarnos por él, su alma ha ascendido por fin al cielo de los cangrejos.
Todos se le quedaron en silencio.
—¿Qué es el cielo de los cangrejos? —preguntó Ana.
—Vuestra madre os ha hablado mucho de los símbolos del zodiaco, ¿verdad?
—Sí —contestaron desconcertados tímidamente de uno en uno.
—¿Y cuál es el suyo? —preguntó.
Se había erguido y los miraba con una cara como de profesor examinando. Su idea era transmitir la pregunta “A ver si lo sabéis” con su cuerpo, no con su voz. —Can…
—Cancer —dijeron los dos niños.
—Muy bien —dijo Mario. —Mamá, cuéntanos la historia de Cancer, ese lugar del cielo que está reservado para los cangrejos.
Lara estaba desconcertada. «Los tres me están mirando» pensaba para sus adentros.
—¿Cómo llegó el primer cangrejo al cielo, mamá? —le preguntó Mario acompañando sus palabras de un gesto con la mano. Entonces a ella le vino la inspiración.
—Hubo un héroe que se llamaba Hércules. Tan fuerte tan fuerte que podía mover montañas con las manos.
—Sí, Hércules, el hijo de Zeus —dijo Pablo.
Lara se quedó sorprendida de que su hijo supiese algo de esa figura mitológica. «Resulta que a veces sí que me escucha.» pensó.
—Que fue el que hizo una torre en Coruña.
«¿Qué está pasando aquí». Cada vez entendía menos. No vio que su marido se le había acercado.
—Cuando se cuentan las historias de forma interesante, los niños las escuchan. Tú lo haces muchas veces cuando los arropas. Sigue así —le susurró al oído al oído.
De repente sintió una energía que recorría su cuerpo, todo se había vuelto más fácil.
—Pues a ese gran Hércules los dioses le habían mandado hacer doce trabajos, uno de ellos fue luchar contra la malvada Hidra, un monstruo parecido a una serpiente con muchas cabezas.
Los niños pusieron cara de susto.
—Pero la malvada madrastra de Hércules sabía que él no tendría problema contra un ser tan simple, así que mandó a un cangrejo gigante para atacarlo por detrás.
«¡Vamos!» gritó Mario para sus adentros mientras la veía disfrutar enseñándole a los niños como siempre quiso. «Saca tu pasión y deja que ellos la vean, ¡compártela!»
—Pero Hércules era astuto, lo vio por el rabillo del ojo y de un taconazo lo mandó al cielo donde su ama lo convirtió en muchas estrellas. Por eso hay una constelación que se llama Cáncer, cangrejo en griego —terminó Lara casi sin alieno.
—¿Entonces este está en el cielo? —preguntó Lucas con un poco de hipo y sin lágrimas en los ojos.
—Sí —sentenció su padre. Mario se acercó hasta el animal y lo cubrió de arena con sus manos. —Ya está enterrado y todo, así que no os preocupéis más por él. —Se hizo un breve silencio— Mamá, ¿no deberían de ir a jugar a la playa en homenaje a nuestro amigo caído?
—Sí —dijo ella con un sobresalto, se había perdido en sus propias divagaciones. —Venga niños, a jugar que dentro de poco ya os veo en el cole a todos.
Los tres salieron disparados sin mirar atrás.
Entonces marido y mujer se miraron el uno al otro. Lara le estaba tan agradecida a su marido... Él la había sacado de un mundo de normas dictadas por su educación cuando era joven: desde pequeña su padre le había inculcado cultura clásica, había hecho ballet aunque nunca se le había dado bien y siempre con buenas notas, desde el colegio hasta que obtuvo su licenciatura en física. Fue como seguir las indicaciones de un guion punto por punto hasta encontrarse con una mancha de tinta, un agujero negro que absorbía las pautas a seguir hacia él. Y eso era lo que Mario representaba para ella. Habían hecho de todo: irse de restaurantes sin pagar, gastarles bromas a sus amigos, o fingir bajas para irse un día entero por ahí… Cosas que la hicieron volar como un pájaro recién salido de una jaula.
«Pero no cambio ninguno de esos momentos por este, ¿cómo te lo agradezco? » pensó Lara.
«¿Cuándo cambió todo?» se preguntaron los dos a sí mismos mientras se miraba fijamente.
De alguna forma sus mentes se habían escuchado la una a la otra. Acercaron sus cuerpos hasta quedar pegados el uno al otro. Él cogió una de las manos de ella entre las suyas, la atrajo hacia su boca y le dio un beso en el dorso, notó el aroma de la mujer que acababa de recordar que amaba con locura hacía un momento. Ella bajó un poco su cabeza y sonrió como una chiquilla. Sentía que se le habían enrojecido las mejillas. Los labios de ambos se acercaron poco a poco, sus corazones empezaron a latir al unísono de forma acelerada. Necesitaban llenar esas grietas que estaban formando un abismo entre los dos. Esta magia se interrumpió por un instante, el justo para mirar de reojo a los niños y comprobar que estaban a su bola, pasándoselo bien. Entonces, con un movimiento natural, uno que llevaban haciendo desde hacía muchos años, se dejaron ir para besarse con el cariño que acababan de recordar.
(El relato pertenece a Alejandro Fernández, al que podéis encontrar en Twitter aqui: @alex_fp_32)
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