El olor a naranja le impregnó las fosas nasales al retirar la piel de la fruta. La abrió por la mitad y la dejó sobre una pequeña mesa desconchada e hinchada por las innumerables lluvias que habían caído sobre ella. Si conservaba casi todo su color era porque su abuelo siempre la resguardaba bajo el naranjo, evitando que le diera el sol. Tiró la piel donde él le había dicho que lo hiciera otras veces, sobre la tierra que más tarde labraría.
Había sido un día agotador a pesar de que no había trabajado mucho, pero apenas tenía once años y sentía que aquel almuerzo se lo había ganado a pulso. Se limpió las manos de tierra con el agua tibia que contenía una botella de plástico y se las secó con el pantalón roto que se había puesto para trabajar ese día, desgastado y con un agujero en la rodilla derecha del que colgaban varios hilos deshilachado. Se recostó sobre el árbol mientras se comía la naranja a gajos y el viento de primavera le secaba el sudor de la frente. Se dio cuenta de que todavía le quedaba tierra bajo las uñas, así que volvió a dejar el almuerzo sobre la mesa para intentar limpiárselas. Tras varios intentos y sólo conseguir quitar una pequeña parte decidió, algo frustrada, dejarlo para cuando volviese a casa.
Su abuelo seguía trabajando. Se preguntaba de dónde sacaba tanta fortaleza para arrastrar aquel arado que ni siquiera tenía motor. Debía ser agotador y, sin embargo, no dejaba ni un solo hueco de tierra sin arar. Era un artilugio con apenas dos manillares que, mediante un hierro, se unía a unas ruedas rodeadas de una especie de palas que hacían el ejercicio de trabajar la tierra. Muchas veces se atascaban sobre el barro, pero él a base de fuerza volvía a desatascarlo y conseguía seguir trabajando el bancal.
A lo lejos pudo ver como alguien ponía en marcha un tractor de color verde, de chapa algo roída por el tiempo, que tenía unas ruedas con palas parecidas a las de su abuelo, pero de muchísima mayor longitud. En apenas media hora consiguió labrar y dejar terminado el campo para el cultivo, mientras que a ellos no les había resultado posible todavía, a pesar de que llevaban allí más de dos horas. Así que, se preguntó por qué su abuelo no se compraba uno. Llevaba trabajando y ahorrando toda su vida. Que ella recordara, nunca le había visto malgastar dinero ni comprar nada por capricho.
Vio que su abuelo paraba un momento, se quitaba la gorra que le resguardaba de los rayos del sol de mediodía y sacaba del bolsillo un pañuelo desgastado para limpiarse el sudor de la frente. Aprovechó para levantarse y se acercó para preguntarle:
—Abuelo —Él se giró y la miró con sus ojos grises, cansados—. ¿Por qué no tiene un tractor? Sería más fácil y menos cansado labrar con él, ¿no?
Sonrió y le revolvió el pelo.
—Un tractor cuesta mucho dinero y ya estoy acostumbrado a hacerlo así. Es mejor ahorrar, por lo que pueda pasar. Además, no creo que pueda seguir haciéndolo mucho más tiempo, así que no saldría rentable comprarlo a estas alturas. Anda, ve y cómete otra naranja y descansa, no tardaremos en irnos a casa.
Al darse la vuelta para volver al naranjo, vio que había pisado un poco la tierra labrada. Con las manos, la amasó allí donde había dejado sus huellas y volvió para sentarse en el árbol, esta vez por el estrecho camino que cruzaba por la orilla el bancal hasta la pequeña mesa donde aún quedaban varios gajos de la naranja que no había acabado. Esta vez, se dibujó en su rostro una pequeña sonrisa al ver que tenía las uñas incluso más sucias que antes.
(El relato pertenece a Visenya Dayne Stark, la podéis encontrar en Twitter aquí: @VisenyaDayne )
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