A veces se preguntaba cómo había llegado a aquellos extremos, sobre todo cuando tenía que rascarse la sangre seca de debajo de las uñas o cuando se curaba alguna magulladura o corte que le hubiera quedado de la noche anterior. Había aprendido a usar maquillaje para ocultarlos cuando iba a la oficina y a esconder los signos de una herida reciente. Era casi un arte, una manía que se fue colando sutilmente en su rutina diaria, y al terminar la jornada se sentía satisfecho por haber ocultado su identidad un día más. Aunque, a su vez, estaba un poco decepcionado. Nadie se fijaba en él. Ya nadie preguntaba.
Aquella tarde cuando salió del gimnasio se volvió a poner el traje de oficinista palurdo, con su maletín de cuero desconchado y los zapatos por pulir. Encorvó la postura y fingió una fatiga que no sentía mientras se adentraba en los barrios más oscuros y peligrosos de la ciudad. El aire cargado y el hedor a basura hicieron que se le acelerara el corazón. En todos los callejones había sombras inquietas, susurros que se apagaban cuando él pasaba por delante y después se encendían, constantes, como el ronroneo de un gato. Los edificios lucían pintadas en sus paredes agrietadas, cristales rotos y agujeros allí donde una vez hubo una puerta. Los delincuentes se agolpaban a su alrededor, protegidos bajo las faldas de una misma madre. Ninguno se acercó. ¿Es que acaso ya habían oído hablar de él? ¿Del justiciero con traje de oficinista?
Al pasar otro trecho encogió más la postura, arrastrando los pies y mirando de un lado a otro, confuso. «Vamos» era casi un reclamo. Aquella fingida debilidad también era algo que aprendió a perfeccionar con el tiempo, y siempre había un pez curioso que picaba, que creía que podría quitarle la cartera y con suerte algo más a aquel oficinista extraviado. Se frotó los brazos a propósito, como si estuviera tratando de contener un escalofrío, cuando lo que en realidad lo embargaba era una corriente de excitación. Y entonces aparecieron, dos sombras solitarias que lo seguían en la distancia. El oficinista disimuló una sonrisa. «Soy Batman» pensó.
Hacía ya tres años de la primera vez, pero la sensación era siempre parecida, embriagante como un narcótico. Y la necesitaba. Aquel impulso había nacido en él una noche muy parecida a aquella, tras despedirse de unos amigos con los que había ido de copas para celebrar que uno de ellos iba a ser padre. Él vivía solo y volvía a una casa en la que no lo esperaba nadie. Un poco borracho y con los síntomas de una aguda depresión aflorándole por las comisuras, se topó con un hombre que lo apuntaba con una navaja.
—Eh, tú, pringao —le dijo, burlesco—. Dame toda la pasta que tengas, rápido, o te haré un bonito agujero en esa barriga fofa que tienes.
—¿Eh? —Recordaba que había sido su única respuesta, atontado por el alcohol como estaba.
—¿Estás sordo, payaso?
El hombre se acercó y le puso la navaja en el estómago, le ladró algo que llegó confuso y distante a sus oídos. Y quizás fue la bebida, o la punta metálica presionada contra él, pero algo le surgió de dentro a borbotones como la espuma de una botella de champán descorchada. En un impulso cogió el arma de su atacante y forcejearon, aunque era torpe, el otro estaba tan sorprendido que trastabilló y juntos cayeron al suelo. El golpe le quitó el aliento de los pulmones. Su atacante había caído sobre él. Algo caliente le empapó el pecho con rapidez, el hombre apenas se movía, temblaba. Cuando se lo quitó de encima vio que tenía la navaja clavada cerca del esternón. La realidad lo asaltó como una bofetada, pero se vio incapaz de reaccionar, atrapado por aquella fascinación mórbida. Tenía las manos y el traje manchados de sangre, el hombre a su lado boqueaba por aire, suplicándole que pidiera ayuda. Él lo contempló, le arrancó la navaja, roja hasta la empuñadura, la sopesó entre sus dedos y entonces volvió a hundirla en la carne. Se deslizó con la suave oposición de la ropa, la piel y los músculos de debajo, pero por dentro era blando y cálido. El hombre aulló de dolor, pidiendo clemencia.
—No hay clemencia para los criminales —le contestó, en trance. La siguiente vez que le clavó la navaja, fue en el corazón.
Más tarde se excusaría pensando que lo había hecho por clemencia, aquel hombre habría muerto de todos modos. Sin embargo, la sensación de la navaja y la sangre entre sus manos no se le olvidaba. No pudo encontrar nada que sustituyera aquel pulso eléctrico, ni el sexo, ni la bebida, ni los porros. Nada. Y cada vez que recordaba la expresión de ese hombre, el escalofrío volvía. Así que se propuso buscarla de nuevo, como un drogadicto reincidente. Esperó a la medianoche, cogió un autobús y se dejó caer por los barrios pobres de la ciudad, donde abundaban los rateros, los yonquis y los traficantes, con la única compañía de un cuchillo de cocina en el bolsillo de la chaqueta y tan nervioso como un adolescente a punto de perder la virginidad con su primera prostituta. Aquella noche fue un adicto, se le acercó tambaleante pidiéndole dinero, le agarró por la solapa del traje, hediendo a pis y a piel sin lavar, y él se defendió con el cuchillo. Después vinieron otros, matones, pandilleros, vagabundos malolientes… delincuentes en general, y él era el justiciero que protegía a la ciudad en las sombras, deshaciéndose de toda la morralla de la calle. Su vida se había convertido en la de un superhéroe de cómic, con una identidad doble que debía ocultar. Hasta había pensado en nombres.
Las dos siluetas que tenía detrás lo seguían a una distancia prudencial, algo dubitativas. Él les ofreció la pose de un cordero desvalido y asustado, giró en una esquina en la que sabía que tendrían vía libre para atacarle porque daba a un callejón cerrado. La calle estaba envuelta en la oscuridad, apenas iluminada por la luz parpadeante de una farola en la distancia. Los delincuentes se detuvieron ante la boca del callejón, y él se giró, con las manos en alto.
—Por favor, no me hagan nada —suplicó, fingiendo perfectamente el temblor en la voz.
Los delincuentes se miraron entre ellos, asintieron y avanzaron en su dirección. Él sonrió. Se abalanzó contra el primero con su cuchillo por delante esperando asestarle un tajo mortal en la tripa, pero se topó con algo duro debajo de la tela. Un puñetazo le desequilibró, haciéndolo trastabillar hacía atrás. Le había roto la nariz y aquello solo hizo que se excitara más todavía. Su postura cambió, dejó de ser el oficinista desvalido para transformarse en el hombre que llevaba tres años acudiendo religiosamente al gimnasio y entrenando en defensa personal. «Soy Batman» se repitió.
Volvió a atacar sin éxito, el cuchillo rebotó otra vez contra algo duro. Un chaleco antibalas. «¿Por qué un criminal iba a tener puesto un chaleco antibalas?» Antes de que pudiera darse cuenta, lo habían reducido y estampado contra el suelo, uno de ellos le luxó un brazo, haciéndole rechinar los dientes.
—Queda usted detenido —dijo una voz autoritaria, la voz de un policía—. Se le acusa del asesinato premeditado de hasta cincuenta y cuatro indigentes que vivían en la calle. Tiene usted derecho a…
—Pero, pero… fue en defensa propia. ¡Soy un justiciero! —bramó.
—Usted es un asesino, eso es lo que es.
«Soy Batman, soy un superhéroe —pensó, negando—. Alguien tenía que hacerlo, solo yo podía hacerlo». Le colocaron las esposas y lo empujaron hasta el coche camuflado de la policía. Había perdido el cuchillo, su ausencia le hormigueaba como un miembro fantasma.
Se miró las manos, limpias, demasiado limpias.
(El relato pertenece a Andrea Angla, la podéis encontrar en Twitter aquí: @AndreaAN_94)
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