Aquella era la forma en la que Rosana me provocaba. Se tumbaba sobre un montón de heno pisado a hacer la siesta, refugiada tras la ancha sombra de un pajar y vestida con aquellas faldas de tela fina y vaporosa que se le pegaban al cuerpo por el sudor, marcando la curva de sus caderas y sus largas piernas en un gesto sugerente. Lo hacía porque sabía que yo la estaba mirando, lo hacía incluso cuando estaba acompañada de sus amigas.
Rosana era la joven más hermosa de todo Barbizon y yo llevo enamorado de ella desde que tengo memoria. Tenía el cabello castaño con reflejos dorados, largo y ondulado, unos ojos grandes de un azul tan claro como el cielo al amanecer, y cada vez que la veía sonreír, el corazón me aleteaba en el pecho. La quería con todo mi ser. La quería tanto, que en ocasiones dolía. Me dolía al ver su sonrisa dedicada a otros que no fuera yo, pero sobre todo cuando iba dirigida a Jean, mi querido hermano mayor. Todo el mundo adoraba a Jean, todas las chicas de la aldea se morían por él, mientras que a mí me evitaban, pero Rosana… yo sabía que ella me quería a mí, aunque fingiera que no por vergüenza. Me había percatado de los sutiles vistazos que me lanzaba a veces, de cómo se giraba de soslayo al verme pasar. Nos robábamos miradas anhelantes a través del campo, diciéndonos todo lo que querríamos con palabras. Rosana me quería a mí y no a Jean, aunque la gente dijera que estaban pasando más tiempo juntos, que se veían a escondidas. Aquello me hacía hervir la sangre, porque era mentira.
El problema era que me faltaba valor para confesarme. Había intentado pedirle consejo a Jean, pero se había reído de mí, el muy imbécil. << ¿Quién se va a fijar en ti, monstruito? >> Sus burlas habían terminado por darle alas a mi motivación y aquel mediodía, tras terminar el turno de mañana, les pregunté a una pareja de trabajadores dónde se encontraba Rosana. Me señalaron en dirección al final del campo, donde se dejaban los pajares amontonados de hacía semanas, los más alejados de la zona de labranza.
Fui hacía allí con paso vacilante, caía un sol de justicia y estaba seguro de que tendría el rostro incendiado, tan rojo como mi pelo. Sentía el estómago revuelto y las manos pegajosas por el sudor, me las restregué contra los pantalones. Rocé la ancha cicatriz que tenía en la mejilla, iba hasta la nuca, dejando un hueco feo y arrugado donde una vez tuve la oreja izquierda. << Monstruito >> repitió la voz de Jean en mi cabeza, pero la deseché, hoy todo iba a cambiar, hoy por fin Rosana y yo estaríamos juntos.
Me la encontré dormida a la sombra del pajar, con el cabello revuelto, las mejillas sonrosadas y la ropa mal puesta, enseñando sus piernas torneadas. Parecía que de verdad hubiera estado esperándome. Hice un ruidito a propósito y, al verla despertarse con un respingo, sonreí enternecido.
—¿Jean? —El corazón me rebotó en el pecho. Se me borró la sonrisa.
—No, no soy Jean.
<< Pregunta por mí, no por ti, monstruito >> dijo la voz de mi hermano, yo apreté los puños. Rosana parpadeó, quitándose el pelo de la cara, al reconocerme comenzó a recular hasta que su espalda chocó contra el montón de heno. No entendí por qué.
—¿Vincent? ¿Qué… haces aquí?
—Me quieres a mí y no a Jean, ¿verdad? —La voz me salió más estrangulada de lo que pretendía, ronca. De fondo, escuchaba la risa de mi hermano.
—¿Qué? Yo no… —Su cara de estupefacción me resultó confusa, ¿por qué parecía sorprendida si llevaba tanto tiempo insinuándoseme? Se estaba escurriendo en el suelo, resbalando sobre el heno. Le tendí una mano con la intención de ayudarla a levantarse—. No, ¡aparta! —Chilló, tan agudo que se me congeló la sangre.
Jean volvió a reírse con estridencia. Negué con la cabeza. El fuego en mi interior comenzó a palpitar, ascendía desde mi estómago hasta mi cabeza, haciendo que la rabia contra mi hermano me nublara el juicio.
—¡Vete! —le grité a Jean. Di otro paso. Mi sombra cubrió el cuerpo empequeñecido de Rosana contra el pajar. —Estamos solos, ya no tienes que fingir, sé que me quieres…
Ella intentó levantarse, tenía el rostro pálido y contraído en una mueca de terror, y yo me pregunté por qué, si me quería. Me quería a mi y no a Jean. A Jean… de pronto ella estaba llamando a Jean. << No, a mi hermano no >>. Me incliné para besarla, como siempre había querido. Ella pataleó, trastabilló al empujarla contra el pajar y abrió la boca.
Rosana no llegó a gritar. Cuando le acaricié el cuello con las manos noté su piel suave como el terciopelo. El cartílago de la nuez cedió. Sus dedos se atenazaron sobre mis brazos con el agarre de un amante, dejándome lunas rojas y apasionadas en la carne. Después se deslizaron poco a poco por mi antebrazo en una caricia tenue, casi tímida. Se quedó tranquila al instante siguiente, con aquellos ojos azules como el amanecer abiertos, observándome.
<< Bien hecho, monstruito >> dijo la voz de Jean, la misma voz que me había dicho que me cortara la oreja. Vi a Rosana tendida en el suelo, dormida. Vi la silueta borrosa de una hoz cerca. La agarré. Me tumbé al lado de Rosana, rozando tímidamente una de sus manos con la mía. Las briznas de paja a nuestro alrededor se tiñeron de rojo y, justo antes de cerrar los ojos, me pareció que los colores del mundo cobraban intensidad. Estaríamos juntos para siempre.
(Este relato pertenece a Senpai, Andrea Angla, a la que podéis encontrar en Twitter como @AndreaAN_94. Está inspirado en la obra de Vincent van Gogh, quién pintó este cuadro en un manicomio, y lo que hizo fue un espejo de la obra de Jean-François Millet llamada “Le meridienne”, de hecho, estaba un poco obsesionado con las obras de Millet y esta no sería la única que copiaría. Millet se inspiró para sus diversos cuadros en los trabajadores del pueblo de Barbizon, donde más tarde fundaría la Escuela de Barbizon para pintores que exaltaban el paisaje y el entorno natural. Actualmente se conoce más el cuadro de Van Gogh que el de Millet que es el original).
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