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Foto del escritorSenpai yKohai

Escupitajo

Gary tosió y la boca se le llenó con el sabor salado del moco. Escupió la flema que cayó dentro de un charco, y la contempló con resquemor, viendo como las ráfagas de gotas la despedazaban hasta que aquel color amarillento y enfermizo se disolvió. Llevaba días notando la quemazón en los pulmones, y tenía el frío dentro, en los huesos, adherido a su ropa húmeda por la lluvia. Aquella iba a ser otra mañana sin sol, gris, llorosa.

Las calles estaban vacías, apenas unos cuantos paraguas con piernas que pasaban apresurados, casi agradecidos por no tener siquiera que mirarlo. El paraguas les daba la excusa perfecta para cubrirse el rostro e ignorar la presencia del vagabundo cubierto con mantas sucias que pedía debajo de un portalón. Gary los odiaba a todos, a esos empresarios de trajes caros y maletines de piel que se creían superiores por trabajar en unas grandes oficinas. Cualquiera diría que aquellos a los que más les sobraba en el bolsillo estarían dispuestos a dejar unas pocas monedas, pero no era el caso.

Cuando lo habían destinado allí, hacía dos meses, Gary pensó que era un buen lugar. Estaba casi a la entrada de uno de los mejores edificios del centro, y al otro lado tenía un supermercado seguido de varias cafeterías, normalmente el tránsito de personas era casi constante y, sin embargo, su platito de dinero permanecía medio vacío. Además de la lluvia. Si le dieran a elegir ahora, Gary preferiría haberse quedado en su esquina dentro de la estación de metro, allí al menos tenía calefacción y no se le mojaban las mantas.

Escuchó el chapoteo de unos pasos que se acercaban con prisa, era un chaval, un joven trajeado y que se cubría la cabeza con el maletín nuevo. Se le notaba en la cara que era su primerísimo día. Gary sintió un tirón en el estómago, el parecido era tanto que resultaba hasta hiriente. Se enderezó todo lo que pudo entre las mantas.

—Unas monedas… por favor —dijo con un carraspeo.

El chaval se detuvo apenas, contrariado, como si acabara de reparar en su presencia. Su expresión de agobio pasó a una de indecisión, lo miró de arriba abajo sin dejar de caminar, después inclinó la cabeza en un gesto de disculpa y apresuró la marcha.

—Eh, tú —le gritó, el chaval trastabilló. Si algo odiaba Gary por encima de la ignorancia colectiva era la compasión—. Yo era como tú, ¿sabes? ¡Igual que tú! Pero un día la vida te masticará y te escupirá y acabarás tirado en la calle, ¡ya verás!

Algunas personas se habían volteado a mirarlo, a él y al crío que como pudo se escabulló casi corriendo, de camino a aquel enorme y detestable edificio de ventanales reflectantes. Gary bufó y soltó otro escupitajo de moco.

—Así vas a espantar a la gente, Gary. —La voz chulesca de Flint sonó por encima de él y al voltear, este le dedicó una mueca burlona, con el cigarrillo apagado colgándole de los labios. Iba acompañado por el chucho, como siempre, que se sentó al lado de su amo.

Gary gruñó y se arrebujó entre las mantas. Flint fue hacia el platito de dinero, en el que reposaban unos pocos euros, varios céntimos y un envoltorio de chicle.

—No parece que te esté yendo muy bien esta mañana. Aunque no me extraña si le gritas a todo el que se acerca, tío.

—No he podido evitarlo —murmuró—. Pero no volverá a pasar.

—Más te vale, a este paso no vas a llegar a la tasa mensual para Doc y ya sabes lo que eso significa... el mes pasado llegaste demasiado justo, ¿no? —Flint le hablaba con tono conciliador, pero Gary podía discernir las notas de burla. No sabía quién le caía peor, Doc o su perro de los recados—. Toma, la comida de hoy. Es de pollo de ese adobado, como me pediste.

Flint le ofreció una lata de refresco y un bocata cubierto con papel de aluminio que había sacado de su mochila. El perro lo olisqueó y Gary lo cogió de un zarpazo y se lo guardó antes de que el animal le hincara el diente. Después se lo agradeció a Flint con un susurro malhumorado.

—¿Necesitas algo más, Gary? —Él negó en silencio y Flint se metió las manos en los bolsillos, paseándose el cigarro apagado de una comisura a otra—. Está bien, entonces nos vemos mañana. Intenta portarte bien con el próximo chiquillo que pase, eh.

Le dedicó una leve inclinación de cabeza, le silbó al chucho y ambos se fueron, perdiéndose entre el estruendo de la lluvia. Gary querría haberle insultado. Querría haberle gritado que le importaban una mierda él y Doc, y el maldito chucho y toda la organización. «Panda de ladrones» pensó, y después miró su platillo del dinero. Suspiró.

Si aquel mes no conseguía juntar los cien euros para Doc, le iban a quitar su sitio y ya no dispondría del lujo de una comida diaria. Volvería a estar como antes, solo y vagabundeando, con un agujero en el estómago. Casi le entró la risa, ese tipo de carcajada sin gracia que hace que se te humedezcan los ojos y se te constriña la garganta.

Gary se acordó del chaval al que había gritado, y se acordó de sí mismo, poco más de diez años atrás. Tan parecidos… él también había llevado uno de esos trajes que le venían un pelín grandes porque no estaban hechos a su medida, y el maletín nuevo, lo compró ilusionado, pensando que le duraría varios años, que aquel trabajo iba a ser su puerta de ascenso.

Había huido de su ciudad natal con el título universitario bajo el brazo y las esperanzas por las nubes. Lo contrataron en una empresa extranjera, una de grandes oficinas, como las que tenía enfrente. Tomó un avión, alquiló un estudio y se apuntó a la escuela de idiomas, dispuesto a integrarse. Y durante varios años, le fue bien. Adoptó un gato, después un segundo. Empezó a salir con Elodine, una compañera de oficina, y a los pocos meses se mudaron a vivir juntos. A los dos años, Gary le pidió matrimonio, lo acababan de ascender y la vida le sonreía. Pero aquello se esfumó con el tiempo, Elodine lo engañó con varios tíos de la oficina y él comenzó a ser un hazmerreír. El divorcio le costó parte de sus ahorros y su trabajo. Se mudó a un apartamento más pequeño, sin los gatos, solo, fue saltando por varios trabajos, ninguno demasiado permanente. La operación de riñón terminó por arruinarlo. Pasó a vivir en el ático de una pareja de ancianos, pero no duró demasiado. Fue descendiendo, poco a poco, mientras que los periodos en paro se ampliaban. Empeñó casi todo lo que tenía, y, un día, se encontró durmiendo en una esquina de la estación de metro, con un par de mantas deshilachadas que había sacado del contenedor. Le creció la barba y comenzó a oler siempre a sucio, y en las entrevistas de trabajo lo echaban nada más verlo con una mirada cargada de incredulidad, asco y una pizca de compasión. Se acostumbró a aquellas miradas, y las empezó a odiar por encima de todo. Pero se odiaba más todavía a sí mismo, por resignarse a recibirlas.

Miró los restos de su escupitajo esparciéndose por la acera mojada. «La vida te masticará y te escupirá y acabarás tirado en la calle» le había dicho a aquel chaval, a aquel reflejo de lo que un día fue, de lo que podría haber sido…

Y Gary se preguntó cuando se había dado por vencido con la vida.

(El relato pertenece a Andrea Angla, la podéis encontrar en Twitter aquí: @AndreaAN_94)



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