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  • Foto del escritorSenpai yKohai

Epílogo de Las Profundidades de Ubersreik

Muge se despertó al oír el ruido de la puerta de entrada. Enseguida se escucharon los pasos nerviosos de Ake, que ascendía raudo por la escalera, los más pausados de Astrid lo seguían por detrás. Parecía cansada.

Volteó hacia la ventana de la habitación, era noche cerrada y hacía ya horas que se había ocultado el sol, Muge se había quedado dormido en la cama mientras leía un tomo sobre anatomía de adquisición reciente. Se lo quitó de encima y fue descalzo hacia la mesita para encender la pequeña lámpara de aceite. La habitación quedó iluminada por una burbuja amarillenta de luz y allí, bajo el marco de la puerta, vio aparecer la sombra de Astrid.

El hedor a desperdicios le había llegado casi desde que ella entrara en la casa, y se dio cuenta enseguida de que tenía las botas y el bajo de la chaqueta embarrados y sucios. En otros tiempos, le habría soltado sin más que tenía un aspecto horrible, incluso que casi se parecía a alguno de los cuerpos que le llegaban a la morgue. Pero ya no había morgue en la que trabajar, y lo que menos le apetecía era importunar a Astrid, así que se acercó a ella, la ayudó a deshacerse de la gruesa chaqueta de cazadora de brujas y la condujo hasta la cama.

—Voy a prepararte un baño —dijo, sin opción a réplica—. ¿Podrás quitarte tú sola el resto de la ropa?

—Vaya, Muge, qué atrevido te has vuelto en estas últimas semanas.

—Si te queda humor para responder es que no estás tan cansada —rezongó con fingido mal humor.

Astrid le dedicó una sonrisa pequeña y desvalida.

—Prepárame ese baño, anda.

Muge se puso a trabajar en silencio. Bajó a la cocina, seguido por Ake, quien enseguida se acurrucó en su rincón para roer un hueso viejo. El animal lo miró intensamente con sus grandes ojos azules, como si todavía no estuviera muy seguro de que hacía allí y, a decir verdad, Muge tampoco lo sabía. Había pensado que la amabilidad de Astrid tendría un límite, o que lo dejaría vivir en su casa a cambio de algo, pero no había sido así y tras casi seis semanas de convivencia, no parecía dar indicio alguno de que quisiera que él se marchara. Y Muge tampoco quería irse.

Puso a calentar un caldero de agua para el baño, y luego preparó una tetera de leche y dos tazas con una cucharada de miel. Aquel día había amanecido encapotado y la fría humedad se colaba incluso en el interior de la casa. Se frotó las manos, sentándose cerca del fuego. «Ahora mismo podría estar en la calle» pensó. No podía quejarse, desde el incidente de la taberna, él se había dedicado íntegramente a recuperarse, Astrid lo había llevado a varios sanadores para que lo purgaran tras lo sucedido con los cadáveres corrompidos, y el proceso lo dejaba siempre tan exhausto que lo único que podía hacer el resto del día era dormitar y engullir la comida forzadamente. Ella, en cambio, no había dejado de trabajar y ya llevaba una racha de días en las que llegaba bien entrada la noche. Y Muge se encontraba a sí mismo preocupándose por la Cazadora de Brujas cada vez que abandonaba la casa y lo dejaba solo, como si temiera que ella no fuera a regresar.

Aquel remanso de ansiedad nunca desaparecía del todo, era una sensación en la base de su nuca, un recuerdo del tacto pútrido de aquella cosa, aquella voz que lo había llamado desde el fondo de su consciencia. Que le había dicho que los liberara. Todavía la notaba, como el fino tacto de una araña deslizándose por su piel.

La escalera crujió bajo los pasos de Astrid, que bajaba de la habitación, y la sensación se esfumó. Aquella espiral de ansiedad volvió a aposentarse en su estómago al verla, bien, entera, cansada pero a salvo. El fuego del hogar le sacó destellos dorados a su piel expuesta, solo cubierta por una toalla que apenas le cubría el torso.

—El agua está casi lista —dijo Muge, sintiéndose estúpido por el rubor que le cubrió el rostro. Tuvo que desviar la mirada cuando ella se deshizo de la toalla y avanzó hacía él.

Se entretuvo preparando el resto de útiles de la bañera, bajo la atenta mirada de Astrid, que notaba clavada en la base del cuello. Ella olía a sudor y al cuero de sus ropas, y a la costa. Entre los dos volcaron el agua del caldero al barreño que él había aposentado cerca del fuego, y luego dejó que ella sola se metiera dentro.

Astrid profirió un suspiro placentero y se dejó resbalar por el agua, con las piernas encogidas contra el barreño y las rodillas sobresaliendo por la superficie.

—Gracias, Muge.

—Toma —la cortó él, entregándole la pastilla de jabón.

Ella asintió. La vio sumergir la pastilla y frotarla entre sus manos hasta que tuvo algo de espuma, después Astrid la deslizó a lo largo de sus brazos, entre sus dedos, la axila y por debajo… Muge se sintió como un intruso observándola. La humedad de su piel brillaba con el color de las llamas, perfilando cada músculo, cada curva. Por un segundo, sintió la necesidad de tocarla.

Muge se sentó en un taburete cercano, dándole la espalda a la mujer.

—Últimamente estás llegando muy tarde.

Escuchó el leve chapoteo cesar, Astrid se había quedado quieta, mirándolo, pero él no se atrevió a darse la vuelta. Muge contuvo el aliento hasta que ella volvió a centrarse en la pastilla de jabón.

—Hay mucho trabajo —le dijo en voz baja.

—Te vas por la mañana y no vuelves hasta pasada la medianoche —replicó él, dejando traslucir, quizás, un poco más de malestar del que quería aparentar.

—No es algo que yo pueda controlar…

—¿Qué está pasando, Astrid? —Apenas volteó, observándola de soslayo. Ella tenía sus ojos azules clavados en él—. Tiene algo que ver con… con lo que vimos nosotros. Con esos seres. ¿Han vuelto a atacar…?

—No. —Ella suspiró—. No ha vuelto a suceder nada como lo de aquella taberna, ni se han avistado más seguidores de Stromfels. —El nombre le produjo un escalofrío. —Pero los skavens han estado más activos de lo normal, ha habido varios avistamientos y los exterminadores de las alcantarillas han encontrado diversos rastros que podrían llevarnos a su nido. A uno de ellos, al menos.

Muge bajó el rostro, se miró las palmas de las manos extendidas, tenía una tenue cicatriz en una, allí donde se había cortado a sí mismo intentando atacar a uno de esos híbridos mitad humanos, mitad pez. Apretó los puños, sintiéndose patético. Al final había conseguido matar al último de ellos, al que seguía atacando a Astrid, pero para entonces ella ya se había llevado diversas heridas. Tenía un par en el brazo, y otra más en el abdomen, él mismo las tuvo que coser tras la pelea.

—Has estado en las alcantarillas, eso explica que huelas así —le respondió, en un intento por ser mordaz que le salió a medias. Ella le sonrió y lo salpicó con un poco de agua.

—Pues menos mal que te tengo a ti para que me prepares un baño a medianoche, eh.

Aquel gesto hizo que Muge se percatara de un hematoma que empezaba a amoratársele en el brazo derecho, tenía rozaduras en la palma de la mano y otro par de cicatrices más recientes, todavía tirantes y rosáceas, alguna con puntos.

—Emm, Astrid…

Muge apretó los labios, sin saber muy bien si debía decir lo que quería. «Marchémonos de aquí, juntos, marchémonos al campo o a una ciudad más pequeña. Yo podría ofrecer mis servicios como médico y tú podrías ayudar con el ganado o el trabajo duro del campo. Podríamos vivir tranquilos y en paz lo que nos quede de vida. Podríamos…». Se contuvo. ¿Quién era él para pedirle aquello? Nada más que un huésped provisional, un invitado, un conocido con el que solía trabajar. Y era él quien estaba asustado, quien no quería apartarse de su lado, ¿pero sentía Astrid lo mismo con respecto a él? Quizás era muy pronto para saberlo, si ni siquiera él mismo estaba seguro de qué era aquella dependencia que había desarrollado entorno a la Cazadora de Brujas. Ese algo que apareció de pronto tras los susurros, las lágrimas de una mujer llorosa y las manos firmes de Astrid que no soltaron las suyas. Aquel día, algo cambió entre los dos.

De lo único que estaba seguro, era que su presencia le resultaba tranquilizante, y que le gustaría poder protegerla. O a lo mejor solo estaba siendo egoísta.

—He-hemos recibido hoy una carta —dijo en vez de lo que pensaba.

—Hum.

—De Ulrich —Hizo una pausa—. Dice que está bien y que está tomándose más en serio que nunca su aprendizaje.

—Es bueno saberlo.

No era la primera carta que recibían de Ulrich, ya les había mandado una cuando volvió a ingresar en los Colegios de la Magia para asegurarles de que no se había vuelto a fugar. Muge encontró aquel gesto curioso, pues apenas se conocían. Lo sucedido en la taberna, en su casa, en las alcantarillas… todo ocurrió el mismo día, aun así, aquella misma noche, cuando decidieron ir a cenar a La Luna Roja, Ulrich se abrió con ellos y el elfo y les contó su historia.

Había sido el hijo menor de una familia noble, heredero de unas amplias tierras al sur de Altdorf. Pero nació como un elegido por los Vientos de la Magia y aunque trataron de ocultarlo, aunque le teñían el pelo constantemente de castaño, no pudieron ocultar los cambios físicos que la magia de la Luz comenzó a hacer en él. Ulrich había nacido con el cabello oscuro y los ojos azulados, pero cuando el Sabio Teclis vino a reclamarlo, ya había perdido la mayoría del color. Lo alejaron de su familia a la fuerza, lo recluyeron y lo obligaron a estudiar tomos y hechizos, a pesar de la nula voluntad del muchacho. Por eso se había escapado a la mínima oportunidad, por eso se había abandonado a la bebida y a la vida ambulante, como un hombre que sabía que pronto volverían a tirar de sus cadenas.

Al menos, Ulrich había accedido a regresar voluntariamente. El encuentro con las criaturas pez parecía haberle dado un golpe de sobriedad.

—¿Y desde cuándo abres y lees mi correspondencia, Muge?

—Iba dirigida a los dos, él sabe que vivimos… que vivimos juntos.

Muge prefirió callarse la nota final de la carta, en la que el joven mago les deseaba que les fuera bien en su relación. Aquello lo había desconcertado e hizo que se preguntara, no por primera vez, porqué Astrid le seguía permitiendo quedarse allí. ¿Porqué dejaba que durmieran en la misma cama? ¿Porqué dejaba que la viera desnuda? Desde luego, él había visto cuerpos de toda clase, cuerpos muertos, pero aquel era otro nivel de intimidad.

—¿Lo sabe? ¿Acaso le has escrito de vuelta? —Astrid alzó una pierna torneada y se frotó con la pastilla de jabón. Internamente Muge se preguntó si disfrutaba avergonzándolo.

—No, imagino que lo supuso, cuando aquella noche tras quemar mi casa…

—Pero de eso han pasado ya casi seis semanas, ¿no?

—Si, respecto a eso… he estado pensando que ya es hora de buscar trabajo de nuevo. Hay una morgue a la otra punta de la ciudad, iba a acercarme y preguntar, ahora que ya me encuentro mejor.

Astrid bajó lentamente la pierna, volviendo a sumergirla en el agua. La espuma se arremolinó entorno a las zonas descubiertas de su cuerpo, besando su piel desnuda, y Muge tragó saliva. Lo estaba mirando de una forma que no lograba descifrar, como si buscara algo dentro de él. De pronto, le tendió la pastilla de jabón.

—¿Podrías lavarme tú la espalda? Y revisarla, creo que la tengo llena de nudos.

Sus dedos rozaron los suyos al darle la pastilla, dejándole las manos empapadas y goteando contra el suelo. Por unos segundos, se había quedado paralizado. Antes había sentido el frio húmedo del día agarrotándole los miembros, pero lo único que podía sentir ahora era un calor pegajoso. La camisa de lana que llevaba lo estaba sofocando.

Muge solo asintió, posicionó el taburete a espaldas de Astrid y sumergió las manos en el agua. Ella se replegó hacía delante, abrazando sus rodillas. Frotó para hacer espuma y después comenzó a deslizar la pastilla inocentemente por toda la extensión de su espalda. Astrid tenía una espalda ancha, toda ella era grande, alta y fuerte, tenía los músculos de hombros y brazos definidos, la marca de las costillas a los lados y un vientre duro. Era casi el modelo perfecto de sus libros de anatomía, y conforme repasaba con sus dedos los músculos que se adivinaban por debajo de la piel, repetía su nombre en la cabeza y los delineaba.

—No te estaba echando de mi casa —dijo ella entonces, y ahora fue Muge quien se detuvo y dejó que la pastilla de jabón se le escurriera de entre los dedos—. Puedes quedarte el tiempo que necesites, de hecho.

—Oh —Fue lo único que atinó a decir.

—Pero no te he dicho que pares.

—Perdón, he… tirado la pastilla. Debe de estar…

—Continúa con los dedos. —Al ver que él no reaccionaba, se volvió para clavarle una de sus miradas serias, aunque Muge creyó adivinar una línea de sonrojo en sus mejillas—. Ya te lo he dicho, la tengo llena de nudos.

Muge repasó la línea de la columna de arriba abajo con los dedos, notando las protuberancias de las vértebras y alguna que otra contractura.

—Es verdad. Puedo intentar quitártelos.

Ella solo asintió y volvió a extenderse para mostrarle su amplia espalda. Muge percibió que allí también tenía alguna que otra cicatriz plateada, las delineó con el índice. Inspiró y decidió centrarse, palpando para ver dónde encontraba el nudo y comenzando a aplicar presión allí donde se necesitaba. Empezó por la nuca, trazando lentos círculos con los pulgares, sus dedos se perdían en la corta melena rubia que le rozaba la base del cuello.

Cuando comenzó a descender, rozando los omoplatos, Astrid soltó un suspiro ahogado. Muge podía notar lo que el manejo constante de sus armas infringía en sus tendones y articulaciones, la tensión acumulada que tenía en las juntas del hombro y la clavícula. Siguió masajeando en silencio, liberando aquella rigidez en círculos lentos, como si tirara de una madeja de hilo para desenmarañarlo. Aquello por alguna razón le resultaba fácil, igual que coser heridas, era terreno conocido, un suelo estable sobre el que sabía moverse.

—¿Entonces has decidido volver a trabajar en la morgue? —La voz de Astrid sonaba somnolienta y fue apenas un susurro, pero bastó para recordarle que se encontraba con otro ser vivo en la habitación, que aquel cuerpo era muy diferente a los que estaba acostumbrado a tocar. Era cálido y suave, y su tacto le despertaba escalofríos.

—Es lo mejor, es donde tengo más experiencia —dijo, sin parar de masajearle la espalda.

—Con tus conocimientos, podrías dedicarte a la medicina. A curar a personas vivas.

—No me gusta la gente.

—¿De verdad? —Ella alzó una ceja, burlona.

—Esto es diferente, me gustas tú —soltó sin censura alguna, y por primera vez se sintió satisfecho al ser él quien la avergonzara a ella—. Por alguna razón, desde aquel día, eres la única persona cuya presencia puedo tolerar.

Astrid se mordió la cara interna de la mejilla y le dio la impresión de que quería decir algo más, aunque no habló y él decidió continuar.

—Los cadáveres siempre me han proporcionado tranquilidad, son silenciosos y no se mueven, son solo carcasas vacías, la gente en cambio es… demasiado ruidosa. Siempre me ha agobiado si alguien se me acercaba demasiado, y también me pasaba contigo.

—¿Y qué ha cambiado?

—Pues… no lo sé. Solo sé lo que siento.

Muge deshizo uno de los pinzamientos, que soltó un leve chasquido, y la Cazadora de Brujas se estremeció. Internamente, él también se preguntó qué habría cambiado, porque sentía aquella necesidad de tenerla cerca con tanta fuerza.

No recordaba haber tocado nunca otro cuerpo vivo, al menos no en mucho tiempo, y jamás de aquella forma tan cercana. Pero el primer cadáver nunca se olvidaba. Aquello formaba parte de su primer recuerdo, la única memoria que conservaba de su infancia, justo en el momento en el que esta le era arrebatada.

Debía haber tenido siete años cuando despertó enfermo y acosado de fiebre en aquel islote de cadáveres. Una epidemia había barrido las calles y familias enteras perecieron, la suya incluida. Se llevaron los cuerpos de sus padres y su hermano junto con el suyo a la pila de muertos que iban acumulando en un pequeño trozo de tierra que sobresalía mar adentro, pasando la cala del puerto. Los dejaban allí para quemarlos más adelante. Era la única cosa que podía recordar con nitidez, el crepúsculo tiñendo las aguas de violeta y los cuerpos, morados y abotargados, y llenos de pústulas rojizas. Rígidos, fríos, negruzcos. Inmóviles, silenciosos. Y la única sensación que recordaba era la perpetua calma.

Había encontrado los restos de Benny cerca del agua, con el pijamita amarillo, y lo había usado como flotador para nadar hasta la orilla. Después, Muge había sido incapaz de abandonar el cadáver de su hermanito y trató de arrastrarlo consigo, hasta que la luna verde lo convirtió en un engendro.

Muge sacudió la cabeza, no quería recordar aquello, no ahora. La memoria le llenó las fosas nasales del olor a mar y podredumbre, y se le aguaron los ojos. Inspiró. La habitación olía a la ceniza del hogar, al pelo mojado de Ake, al jabón de la bañera. A la piel de Astrid.

—Para mí también es extraño —murmuró ella, y Muge le agradeció internamente por tenderle aquel cordel que lo devolviera a la realidad—. Antes te tenía aprecio, pero como a un compañero de trabajo más, y ahora… es complicado.

—¿Me aprecias más que a Ake? —intentó, con un tinte de humor.

Ambos voltearon a observar al perro lobo que dormitaba en la alfombra del comedor, con el hueso viejo entre las patas. Ella soltó una risita y Muge sintió bajo sus dedos como su cuerpo se relajaba un poco.

—Oh no, sigo queriendo muchísimo más a Ake. Pero… Ake no puede hablar, y no va a estar ahí para siempre.

«¿Y yo sí? ¿Quieres que esté aquí para siempre?» Por lo poco que sabía, Astrid no tenía a nadie más. Había estado sola desde la trágica muerte de Ari en la guerra, el antiguo dueño de Ake. Su primer amor, un guerrero norteño. Muge no quería ni imaginarse la posibilidad de perderla a ella también y tener que encargarse él de cuidar al dichoso chucho.

—¿Has pensado alguna vez en cambiar de oficio? Dedicarte a algo menos peligroso. —Ella se tensó y saltó hacía adelante, fuera del alcance de sus manos.

—¿Y eso a qué viene?

—No lo sé, solo preguntaba, me has dicho que podría dedicarme a otra cosa, tú también.

Astrid le clavó una mirada fría, después regresó a contemplar el agua turbia de la bañera. Se llevó una mano allí donde le estaba apareciendo el hematoma, debía de dolerle, y Muge tuvo que reprimir el impulso de tocarla allí también.

—Soy como tú, es lo que se me da mejor. A lo que me he dedicado desde siempre.

—Pero te hace daño, y no solo me refiero a los cortes y los moratones.

—Lo de ahora es solo una mala racha…

—He visto los cuerpos, Astrid —La cortó. Ella seguía fuera de su alcance y Muge flexionó los dedos, que comenzaban a entumecerse—. Me los traías a mí cada vez que terminabas un interrogatorio, ¿recuerdas? No creas que no me había dado cuenta de lo que les hacías.

Ella volvió a mirarlo, con el rostro impasible. Un velo de culpa le nublaba los ojos, volvía a tener los músculos en tensión, líneas tirantes y duras que se le marcaban a través de la piel. Aquel aspecto de ella jamás le había importunado, había visto cadáveres de todo tipo, víctimas de crímenes terribles, mutilaciones, apuñalamientos y torturados por sádicos. Los cuerpos que le traía Astrid caían en aquella última categoría y cada vez, el estado en el que le llegaban era peor. Un descenso hacia la crueldad marcado por sus víctimas. Asesinos, ladrones, servidores de las fuerzas del caos y peores, pero sus víctimas después de todo.

—Lo disfrutaba —susurró ella, tan bajito que le costó oírla—. Cuando los torturaba.

Muge no dijo nada y ella malinterpretó su silencio. Volteó en la bañera, encarándolo de frente, con el rostro teñido de sombras y luces bailarinas.

—¿Me tienes miedo? —Él no apartó la vista, quieto, atento a aquella grieta en la superficie de hielo de su rostro.

—No —contestó con total sinceridad.

Después se levantó, tomó la toalla y se la tendió extendida. El agua de la bañera ya se estaba enfriando. Astrid salió y dejó que la envolviera y cubriera su desnudez con la tela. Ella era más alta que él y Muge apenas le llegaba por la barbilla, pero sintió que en aquellos momentos era más delicada que el cristal.

La tomó de la mano y la condujo escaleras arriba, hacia la habitación que compartían. Ella se sentó en la cama y se puso el camisón de dormir, mientras él extendía la toalla mojada sobre una silla y preparaba los tazones de leche con miel que se bebieron enseguida.

La primera noche, Astrid le había dejado la cama y trató de dormir en el suelo, pero Muge se sentía tan desvalido y maltrecho que le pidió que se metiera con él bajo las sábanas, desde entonces, no habían vuelto a dormir solos ni una sola noche. Se daban la espalda y dormían separados, aunque reconfortados por la presencia del otro.

Esta vez, presintió que sería diferente. Cuando se metió en la cama, Astrid lo cogió de la mano y lo atrajo hacia ella, contra su pecho. Muge se dejó abrazar, sus labios reposaban sobre la clavícula descubierta de ella, y le pareció que estaba bien así. Inspiró el aroma a jabón.

—Quizás ya hemos tenido suficiente de la muerte —murmuró contra su piel húmeda—. Los dos.

—Mm, quizás tengas razón. —Ella lo estrechó todavía más, instándolo a hacer lo mismo—. Me he tomado el día libre, mañana podemos pasarnos todo el día en la cama.

Muge la rodeó con los brazos, aceptando aquel calor reconfortante. Nunca pensó que ser sostenido así pudiera ser tan gratificante, que el tacto de otro pudiera hacer que se calmaran todas las ansiedades de su cuerpo. Se dejó llevar por esa sensación de calidez que iba más allá del simple contacto, algo que todavía le costaba comprender. En aquellos instantes previos al sueño, solo había una certeza en su mente. «Mientras la tenga a ella, me basta».



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