En Gasalla, el día resultaba gris. El cielo encapotado envolvía las casas de la pequeña aldea en una niebla espesa dándoles un aspecto fantasmal, y mojaba las copas de la arboleda con gotitas de rocío que brillaban bajo la mortecina luz como pequeños diamantes.
En otro tiempo, las cinco casas que conformaban el poblado habían estado ocupadas, pero eso había sido mucho antes de lo que Paula y Julia eran capaces de recordar. Ahora, tan sólo quedaban dos de ellas habitadas.
Paula y su familia, los Malgor, vivían en la Casa Chica, una sobria construcción de cemento y piedra de una sola planta, abierta a la naturaleza y situada en los lindes del frondoso bosque. Aunque apenas tenía recuerdos de su abuela Dolores, Paula tenía la suerte de contar con dos abuelos: José María, el oficial, un tanto hosco y malhumorado, y Rafael, su hermano, tierno, enfermo y silencioso. María, su madre, se levantaba antes del alba para trabajar en su granja, pues había mucho que hacer: lo primero era siempre ordeñar las vacas, mantener limpia la cuadra era lo siguiente, y después corría de un lado para otro a darle biberones a los terneros, encender la cocina de leña para que Rafael, quien sufría transfusiones de un veneno fluorescente que le hacía menguar y tener siempre frío, estuviera calentito; regar el invernadero, recoger los huevos de las gallinas… Francisco, su padre, trabajaba como bombero.
La Casa Grande era el hogar de la familia Labrot, y todos se sentían muy orgullosos de pertenecer a ella. El edificio constaba de dos plantas y un desván en el que habían jugado todos los niños, generación tras generación. La planta baja, prácticamente diáfana, hacía las veces de garaje y de salón de fiestas al mismo tiempo; había también una pequeña cocina con chimenea que encendían en los días fríos de invierno, y unas estrechas y empinadas escaleras conducían al piso superior. Era amplio y estaba compartimentado en estancias claramente diferenciadas, pero la joya de la corona era un retrato de enormes proporciones, situado en el elegante salón. El centro de la imagen lo ocupaban los abuelos, Antonio y Maruja, hermana de Dolores, con el cabello como ríos de plata, y tiernas y profundas arrugas surcaban los ancianos rostros; a su alrededor, sus tres hijas: María de los Ángeles y su marido Manuel, sostenía en brazos a Julia cuando apenas era un bebé; María del Carmen le pasaba el brazo a su adolescente hijo Alejandro, alto y desgarbado, y, por último, María Yolanda. La finca que rodeaba la casa era extensa y estaba cercada por un alto muro de piedra. Mora, mastín de pura raza de un brillante pelo negro, era siempre la primera en saludarte con su grave ladrido al llegar.
Paula y Julia eran inseparables, no guardaban un recuerdo en su memoria en el que no estuvieran juntas. Ambas eran hijas únicas, pero nunca se sintieron solas, pues se tenían la una a la otra. Como hermanas.
Cada tarde, cuando volvían del colegio, sin perder tiempo, se dirigían una a la casa de la otra, dependiendo de cómo tocara aquella semana en el calendario que ellas mismas se habían impuesto, y compartían algo tan valioso como el tiempo, las risas o los pequeños e inocentes secretos. Algunas veces, corrían desbocadas hacia el bosque y vivían cientos de aventuras. Otras veces, subían al desván de la casa de Julia y explotaban su imaginación escribiendo cuentos, creando ciudades imposibles con sus juegos de construcción, o simplemente husmeando por los viejos recuerdos de la familia, envueltos y olvidados en la parte oscura del desván.
Pero aquel oscuro día, cuando Paula recorrió junto con su familia los escasos metros que separaban las casas, no se sentía contenta en absoluto: estaba nerviosa y tenía un terrible nudo en el estómago. Además, su madre había insistido en que llevara puesto el chubasquero amarillo que ella tanto odiaba; “alguien tiene que iluminar el día”, le había dicho mientras le subía la cremallera y le calaba bien la capucha, colocando con cariño algunos mechones castaños que se querían escapar.
Al llegar a la Casa Grande, el ambiente no mejoró. La madre de Paula tomó a las niñas de las manos y las llevó hasta el cuarto de Julia. Tras pedirles que aguardaran allí, se perdió entre los adultos de la gran familia que juntos formaban, todos vestidos de negro, y que se repartían por las diferentes habitaciones de la casa con gesto serio y distraído. Las niñas llegaron a la conclusión, entre susurros, que algo debía haber pasado de lo que no se habían enterado, ya que todos compartían las mismas ojeras y les dedicaban fugaces miradas cuando pensaban que ellas no se daban cuenta. Ambas se miraron y arrugaron la nariz, como siempre hacían cuando preparaban alguna travesura.
- ¿Por qué no querrán que nos enteremos? Es tan injusto que nos hayan dejado aquí encerradas… - dijo Paula, disgustada.
- No estamos encerradas. – contestó Julia, que se había dirigido a la puerta y miraba con un solo ojo a través de la rendija. – Podemos salir y enterarnos, todos están de lo más raro… Seguramente ni se den cuenta de que nos hemos ido…
Algo al otro lado de la puerta interrumpió a Julia, que dio un respingo, la cerró con un golpe seco y corrió a tomar asiento junto a su amiga. A pesar de que era evidente que la niña trataba de disimular, no engañó a Yoli cuando entró en el desordenador dormitorio.
- Me ha parecido ver una pequeña nariz asomada por la puerta. – las reprendió con voz dulce y sosegada.
- ¡Habrá sido un duende! – repuso Julia sin perder tiempo. Siempre había sido la más atrevida de las dos. – Porque nosotras hemos hecho lo que nos han pedido, esperar quietecitas.
- Seguro que sí. – una media sonrisa se dibujó en el rostro de Yoli, pero sus ojos se mantuvieron apagados. – Tengo que algo que contaros.
La dolorosa noticia cogió a las niñas completamente desprevenidas, nunca antes se habían tenido que enfrentar a la pérdida. Pero en aquella ocasión no les quedaba más remedio que ser valientes: los abuelos de Julia, y un poquito los de Paula también, se habían quedado dormidos, y ya no habían despertado. Las niñas se quedaron abrazadas a su tía por largo tiempo.
El resto del día se convirtió en un interminable ir y venir de gente que también querían despedirse. Al principio, la familia Labrot abrió la verja metálica para que aparcaran los coches en el jardín, pero acudieron tantas personas, que terminaron dejando los coches en la zanja del estrecho camino sin asfaltar.
Ambas se sentían extrañas. Las voces de la gente se entremezclaban en inteligibles rumores, pero para ellas no eran más que ecos lejanos. Apenas los oían.
- ¿Cómo estás? – preguntó Paula.
- No lo sé. – respondió Julia. No siempre era fácil ponerles nombre a las emociones. – Estoy intentando acordarme de todos los momentos que pasé con los abuelos, pero no es fácil, hay cosas que se me olvidan. Y eso me da miedo.
- Una vez, mi madre me dijo que en el mundo de los sueños podemos reencontrarnos con aquellos que no están, porque nunca nos abandonan del todo. – Paula era tres años mayor que Julia, y sentía la responsabilidad de hacer hablar a su mejor amiga.
- ¿Lo has intentado alguna vez? – preguntó Julia, llena de la curiosidad que la caracterizaba.
- Una vez… - dudó, recordando que no debía decir mentiras. – Intenté soñar con mi abuela, pero no funcionó. Pero creo que fue porque no me acuerdo de ella…
Julia no contestó. Era reservada, y la pena la abrumaba. Al final, Paula comprendió que lo único que podía hacer, era permanecer a su lado. El sol comenzó a ponerse y el firmamento se vistió de colores naranjas que iluminaron por última vez la habitación antes que caer la noche. Julia ya se había quedado dormida en una esquina del blanco y mullido sofá, y Paula luchaba por abrir los ojos de nuevo en cada parpadeo, pero era una batalla perdida… y antes de caer sumida en un ligero sueño, pudo ver un destello en la distancia.
Aún dormida, la luz cegadora la molestaba y no le permitía tener un sueño sosegado. Paula no paraba de removerse en el sofá, pero entonces, descubrió que algo había cambiado. Paula agudizó el oído: hasta ella llegaba el alegre canto de los pájaros en las copas cercanas y el persistente ladrido de la perra que, aunque sin duda era una locura, parecían llamarla, pero nada más. Paula al fin abrió los ojos.
La claridad era tal, que la niña tuvo que cubrirse los ojos para intentar ver algo. ¿Qué estaba pasando? Continuaban en la Casa Grande, Julia dormía plácidamente a su lado, pero todo era muy distinto. Las formas se habían vuelto redondeadas y blandas. No podía ser verdad. Paula se levantó del sofá y recorrió con cautela la casa vacía: la fuente del pasillo por fin estaba encendida, pero no era agua lo que nacía de su interior, ¡sino regalices! Estaba soñando, eso era lo único que Paula tenía claro. Tal vez si volvía al salón y se pellizcaba fuerte el brazo con los ojos cerrados… Lo intentó, pero cuando volvió a abrir los ojos, seguía allí.
- ¡Julia! ¡Julia, despierta! – clamó Paula zarandeando a su amiga.
- ¿Qué pasa…? – preguntó Julia, perezosa.
- ¡Julia, mira dónde estamos!
La urgencia en la voz de su amiga hizo que Julia abriera los ojos de par en par, y tampoco daba crédito o explicación a lo que estaba observando. Sus padres le habían dicho muchas veces que ver tanto “la caja tonta” era malísimo para la salud, pero nunca les había creído…
- Cuando regresemos a casa, no volveré a ver tanto la tele. – prometió Julia de forma solemne.
- ¿Por qué dices eso? – preguntó Paula confusa.
- ¡Elemental, querido Watson! – repuso Julia haciendo referencia a su libro favorito, Sherlock Holmes. – Hemos visto tanto la televisión, que nos hemos metido en su interior y ahora estamos en una serie de dibujos. Es la única explicación. – sentenció satisfecha.
Paula, no lo tenía tan claro. ¿Sería eso lo que de verdad había pasado? Era demasiado extraño.
- ¿Y qué hacemos ahora?
- Pues si seguimos tu teoría… Lo que hacen todos los protagonistas de las series: ¡salir a buscar aventuras!
Julia encabezó la marcha hacia el exterior de la casa. El ladrido de Mora se intensificaba con cada escalón que bajaban. Cuando la encontraron al otro lado del jardín, se sorprendieron al verla: era una adorable caricatura de sí misma con unos grandes e hipnóticos ojos que las esperaba sentada inexplicablemente en los columpios.
- ¡Por fin! – bramó con impaciencia. – Llevo un buen rato llamándoos. ¿Dónde estabais metidas?
Ninguna de las niñas fue capaz de articular palabra; sus mandíbulas se descolgaron de puro asombro y se miraron la una a la otra con los ojos muy abiertos.
- ¿Qué os pasa? Ni que fuera la primera vez que oís hablar a un perro. Vosotras no dejáis de parlotear cada tarde cuando jugamos, y yo nunca he sido tan maleducada como para poner esa cara.
- Ya… Pero es que eso es lo normal, Mora… Los niños hablamos con los perros, no al revés. – dijo al fin Paula, haciendo acopio de toda la lógica de la que era capaz.
- Eso no es cierto. – repuso Mora, negando con la cabeza de forma natural. – Lo que pasa es que normalmente estáis demasiado distraídos como para escucharnos.
Aquello no sonaba del todo disparatado, pensaron las dos niñas como si tuvieran telepatía. Cuando jugaban con Mora, ellas se sentían las protagonistas, y apenas prestaban atención a su fiel compañera.
- Te pedimos perdón, Mora. – dijo Julia haciendo un puchero. – Tienes razón, no hemos estado muy atentas.
- Agradezco tus disculpas, jovencita. ¡Ya era hora de que aprendierais la lección! Estáis siempre absortas con alguna cosa: da igual si es la película que queréis ver por la tarde, la travesura de turno o estrenar algún juego nuevo para vuestras maquinitas, siempre encontráis algún motivo para saliros con la vuestra, y olvidáis las cosas verdaderamente importantes. Y eso es lo que vais a hacer ahora.
Cuando terminó de hablar, cogió la mochila que usaban para jugar a las exploradoras entre sus fauces y se la lanzó con puntería.
- Pero… ¿Qué se supone que debemos hacer? – preguntó Paula, abrazada a la mochila.
- ¡Vais a vivir una aventura! ¡GUAU! – se le escapó un ladrido de pura emoción. – Pero esta vez de verdad. Vuestra misión es ir siguiendo las pistas hasta encontrar dos recuerdos que habéis perdido. Os daré una pequeña ayuda, pero nada más: “En la sala de fiestas, la música suena una y otra vez. ¡Si encontrar el primer recuerdo queréis, adivinar la canción debéis!”.
Y sin más, se bajó de su improbable asiento y se fue caminando grácilmente sobre dos patas hacia su casita de madera.
Paula y Julia se habían quedado completamente fascinadas con lo que acababan de vivir. ¡Iba a ser una aventura de verdad! Quizá deberían sentirse nerviosas, pero el ser conscientes de que tan sólo se trataba de un inofensivo sueño, le restaba bastante responsabilidad.
- En la sala de fiestas… Pero tu casa no tiene de eso. ¿Será una metáfora? Porque ha dicho que suena una canción y yo no escucho nada.
- ¡Espera! ¿Una reunión familiar es una fiesta? Porque si es así…
- ¡El bajo! – gritaron al unísono.
Sin perder tiempo, las dos niñas rodearon corriendo a pleno pulmón el edificio hasta encontrar la puerta del garaje. En la vida real, era demasiado pesada para que ellas pudieran abrirla, pero en el mundo de los sueños, era tan ligera como una pluma. Al entrar, como por arte de magia, la aguja de un tocadiscos que nunca antes habían visto, se posó sobre el vinilo y una voz suave como una caricia comenzó a cantar: “Dejaré de hablar de cosas que no he conocido, ni conoceré. Dejaré de hablar más alto para hablar más claro de nosotros dos. Hay mucho más de mí en ti, de lo que queda dentro de mí…”
- Esa canción… me resulta familiar…
- A mí también… ¿Dónde la hemos oído antes? ¿En alguna reunión? No es muy probable…
Comenzaron a recorrer toda la planta baja, en busca de alguna pista que las pudiera ayudar. Tras un largo rato sin hallar nada, se dieron por vencidas.
- ¡Es absurdo seguir buscando! – exclamó Julia, frustrada. – Se supone que tenemos que encontrar un recuerdo, pero por aquí no hay nada…
Las palabras de Julia le dieron una idea a Paula.
- ¡Claro! ¡Ahí está la clave! Estamos buscando donde no es. ¿Dónde crees que se guardan los recuerdos? ¡En la memoria! Probemos a cerrar los ojos y escuchar la música… Tal vez eso nos ayude.
No perdían nada por probar. Se sentaron sobre las frías baldosas y se dieron la mano, dejándose llevar. En las mentes de las niñas, la música empezó a transformarse en un paisaje verde, borroso, como si avanzaran a una gran velocidad.
- Vamos en un coche… Y la música proviene de una cinta de casete… Pero, ¿Quién tiene aún esos cacharros, existiendo YouTube?
- ¡Mi abuelo Antonio y mi abuela Maruja!
Abrieron los ojos de golpe, y el viejo Seat Córdoba blanco apareció ante ellas. La aguja del tocadiscos se separó del vinilo. Debían de subirse al automóvil; una fuerza inexplicable tiraba de ellas, y se rindieron a su voluntad.
Una vez estuvieron en el interior del coche, el risueño abuelo Antonio apareció en el asiento del copiloto, y la abuela iba a su lado. Estaba impecablemente vestido, con pantalones grises, camisa blanca, y sus tirantes favoritos, los verdes con la franja negra y Maruja llevaba puesta su sonrisa tierna e ingenua.
- Abuelos… - Julia derramó una lágrima salada al pronunciar su nombre. - ¿Cómo es posible que estéis aquí?
- Ésa no es la pregunta correcta, pequeña. La verdadera cuestión es… ¿A dónde vamos?
- ¡Vamos a la piscina! – dijo Paula de pronto.
El motor del coche rugió, la cinta de casete se encajó en la radio y la música volvió a sonar mientras el coche avanzaba rumbo a la piscina donde habían pasado muchos veranos.
Cuando eran más pequeñas y llegaba el verano, eran los abuelos Antonio y Maruja quienes las llevaban, puntualmente a las cuatro de la tarde, a la piscina municipal. Al llegar, siempre les daban algún dinerillo para que se compraran un helado y las cuidaban y soportaban sus juegos durante horas sin perder jamás la sonrisa que les achinaba los ojos castaños. A las ocho de la tarde, cuando comenzaba a refrescar, recogían las cosas y se montaban en el coche de vuelta a casa.
Habían recuperado el primer recuerdo olvidado, y las dos niñas se prometieron que nunca más lo iban a olvidar. Se sentían felices, aunque con el corazón un tanto encogido, ya que sabían que era no era más que un momento fugaz; a pesar de eso, decidieron disfrutar aquel último viaje como ningún otro.
Finalmente, el coche se detuvo, y no les quedó más remedio que despedirse de los abuelos para siempre. Saltaron a sus brazos y les dieron un abrazo fuerte, intentando expresarle cuánto les querían y deseando que fuera interminable.
Muy a lo lejos, una débil luz les marcaba el camino de vuelta. Tras un par de horas de agotadora caminata, comenzaron a distinguir las formas ovaladas de un extraño faro; en su interior tan sólo había unas escaleras de caracol. Agarradas a la inestable barandilla, subieron uno a uno los escalones agarradas de las manos. Nada podría salir mal mientras permanecieran juntas, ése era su lema como valientes exploradoras. Encharcadas en sudor frío, llegaron a una pequeña habitación circular con grandes ventanales con increíbles vistas de la mar azul turquesa completamente en calma. En una de ellas, había una mujer que les daba la espalda.
- ¿Hola? Disculpe que hayamos entrado en su casa sin permiso… Tan sólo seguíamos la luz para intentar volver a casa… - comenzó Paula a disculparse.
- No tenéis que pedir perdón por estar aquí. Hace muchos años que esperaba vuestra visita. ¿Acaso no me reconoces, mi niña? – preguntó la mujer, dándose la vuelta. - No pude estar mucho tiempo junto a ti, es cierto. – afirmó con una sonrisa extremadamente triste dibujada en los labios. – Pero nos conocimos, y muy bien, además. Cuando no eras más que una bebé regordeta que apenas estaba empezando a decir sus primeras palabras, éramos inseparables. ¿Aún no te acuerdas?
Paula se encontraba paralizada, pues encontrarse al fin con su abuela era lo que menos esperaba, y las palabras no acudían a su boca. Por suerte, Julia estaba a su lado para ayudarla.
- Ése es el problema, Paula. Hemos olvidado demasiadas cosas importantes. Por eso estamos aquí. Tienes que recordar a tu abuela para que podamos volver a casa.
Paula lloró amargamente al no lograr ubicar a su abuela en algún momento de su vida.
- No importa, cariño. Estáis cansadas. Venid, meteros en la cama y dormid. – dijo Dolores, compadeciéndose del sufrimiento de su nieta.
Las acompañó hasta la pequeña camita, y comenzó a tararear un viejo arrullo para tranquilizarlas mientras las vencía el sueño.
De pronto, justo antes de que Morfeo se apoderara de su consciencia, Paula murmuró unas palabras secretas, las que había tenido con su abuela cuando iba a dormirse cuando apenas levantaba un palmo del suelo y su lengua de trapo no paraba de tropezarse. Las dijo en voz alta de nuevo, como ya había hecho muchos años atrás.
- Abuelita, vete ya.
Dolores dejó entonces de cantar, y besó las frentes de las niñas embargada de emoción.
Un suave zarandeo despertó a las niñas. Sus padres las estaban cogiendo en brazos para llevarlas a la cama, pues estaba oscureciendo y llevaban mucho tiempo durmiendo encogidas en el sofá. Aún a medio camino entre la inconsciencia y la realidad, las niñas sobresaltaron a Francisco y Manuel cuando hablaron en susurros:
- Mamá tenía razón, papá. Los abuelos nunca se marchan del todo. Los hemos vistos.
- ¿Cómo dices? – respondió Francisco, confuso.
- En los sueños siempre podremos verlos. – contestó Paula, era algo evidente.
- Hay que estar atentos… - continuó Julia entre bostezos. – Mantener vivos los buenos recuerdos. Así, por las noches, puedes recurrir a ellos y volver a estar con ellos.
No les hizo falta hablar en voz alta para hacer la promesa de que le dedicarían más tiempo a la gente que querían, atesorarían cada momento por insignificante que pudiera parecerles a los demás: pasarían el día siguiente escuchando las historias que Rafael tuviera que contarles con su frágil hilo de voz rota y pasearían con José María por los verdes paisajes aprendiendo todo lo que tuviera que enseñarles.
(El relato pertenece a Paula, la podéis encontrar en Twitter aquí: @Paulapm21 )
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